jueves, 29 de noviembre de 2012

Sueños de neón

Camino despacio, no ha prisa porque no hay ninguna cita a la que acudir, sintiendo a la reina gélida envolverme en sus brazos helados. La temperatura ha descendido bruscamente y ahora el vaho que brota de mis fosas nasales forma volutas como humo de dragón. La oscuridad es penetrante, casi no veo mis propios pies sobre la carretera asfaltada a la que le sobran baches y le falta una buena capa de alquitrán. Aquí lo del gasto de luz innecesario lo llevan a rajatablas, tanto que confundes tu sombra con otra persona que viene caminando por el lado opuesto de la acera.

Los sonidos de la ciudad me atronan la cabeza, autobuses y taxis derrapan como locos en su febril carrera por llegar el primero a su incierto destino. Se oye gritos que se acercan a la carrera, un tipo con cara de alucinado pasa a mi lado y me dice "es la hora, llego tarde", se lanza a la carretera y no es atropellado por un taxi de milagro. Todos los locos acaban en Manchester tarde o temprano.

La ciudad palpita de vida incluso cuando la noche lanza su capa de negrura a sus pies y trepa de súbito al trono vacío del cielo. Aquí anochece a las 4.30 de la tarde. A las cinco te parece que son las ocho y a las 7 es como si estuvieses caminando más allá de la medianoche. Sin embargo la afluencia de gente no disminuye. Caminas por el Picadilly Garden con las tiendas cerradas y un frío polar que te hiela la sangre en las venas pero la gente sigue de acá para allá como si tal cosa. Ves a las chicas con tirantes y faldas-cinturón pasar a tu lado sin caer fulminadas por el frío gélido mientras tú llevas diez capas y estás temblando y te preguntas de que pasta estarán hechos estos ingleses. Pasta congelada, eso está claro.

El cielo está encapotado, ¿quién lo desencapotará?... afrontemos lo, ese desencapotador no vive en Manchester, lo pillas?. Las nubes provocan que la luna creciente llene con su luz ambarina el cielo nocturno presentando un cuadro impresionista del cual estaría bien orgulloso el propio de Van Gogh. Esta noche no hace viento lo cual es de agradecer porque debemos estar por debajo de los cero grados con toda seguridad.

Mis pies me han llevado más allá del centro comercial a una zona tranquila. Las vidrieras de la catedral arrojan una suave luz de tonos pastel sobre la acera devorada por la oscuridad. Entro y el calorcillo me calienta la cara entumecida. Me siento en una de las sillas acolchadas que rodean el claustro. Un grupo de chiquillos de no más de diez años está cantando a coro. Su voces resuenan con un eco casi mágico envolviendo la paz y el silencio del lugar. En la catedral suele haber conciertos gratuitos de vez en cuando, y cuando no los hay siempre tienes la oportunidad de asistir a los ensayos. No es de esas catedrales góticas que escalan el cielo a las que estamos acostumbrados los españoles, pero es muy bonita. Es un edificio pequeño, enclaustrado entre gigantes de hormigón y cristal, que pasa desapercibido al turista no muy avezado ya que no hay grandes señales que la enmarquen y por fuera podría ser confundida con una iglesia normal.
El interior es recogido y modesto, para ser una catedral, pero impresionantemente bello. No busques un rosetón de los que quitan el hipo ni altares de mármol y alabastro. Sin embargo tiene un claustro central de madera labrada que es una auténtica obra de arte y las vidrieras aunque modestas son de una exquisitez sorprendente. Lo mejor sin ninguna duda de la catedral es el ambiente que se respira dentro. Tranquilidad y paz.

En una esquina las llamas oscilantes de las velas bailan al son de las puertas que se abren y cierran. Deposito dos monedas y enciendo sendas velas para recordar a mis abuelos. Las voces cristalinas de los niños del coro me envuelven como un manto de sedoso terciopelo, floto en una nubecilla de placentero recogimiento.
Cuando salgo de nuevo el frío me abofetea como un amante desairado. Camino entre los edificios y me dirijo de nuevo a Picadily Garden. La multitud me envuelve en su individualista soledad y avanzo como si caminase detrás de un paso de semana santa. Uno tras otro los autobuses llegan y se van en una alocada carrera de obstáculos entre tranvías y transeuntentes. Avanzo despacio porque no hay prisa. En mi piso compartido de la residencia de estudiantes estará probablemente la chunga de mi compañera de piso otra vez con la radio a todo volumen o peleandose a grito pelado con su novio, la cocina estará hecha un asco otra vez y no me apetece que mi estado de ánimo se vaya a la mierda por una niñata malcriada así que no me subo al autobús que para delante mía sino que sigo la calle abajo con la sábana heladora sobre los hombros, tarareando una melodía desconocida que se me ha colado en la cabeza.

En el cielo encapotado la luna se ha escondido por fin pero ha dejado un resplandor brillante para que no pierda mi camino de vuelta a casa. Le guiño un ojo con media sonrisa como lo haría a una vieja amiga que conociese una broma secreta. Niños, vamos a dormir, que mañana será otro día.

No hay comentarios:

Publicar un comentario